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Tomado de Mark Twain: Autobiography, Harper and Brothers, Nueva York y Londres, 1924.
Traducción de Jesús Villa
Publicado póstumamente 1924
«No tuvimos más remedio que tomarlos a todos, civilizarlos y
cristianizarlos, y por la gracia de Dios, hacer por ellos lo mejor que
supimos como hermanos nuestros por quienes también murió Cristo.»
-El presidente de EEUU McKinley a una delegación de metodistas, 1899-
El incidente estalló por todo el ancho mundo el pasado viernes
mediante un cablegrama oficial del comandante de nuestras fuerzas
armadas en Filipinas a nuestro gobierno en Washington. La sustancia de
su contenido es la siguiente:
Una tribu de "moros, de salvajes negros", se había fortificado en la
cavidad de un cráter a no muchas millas de Jolo. Y como eran hostiles a
nosotros porque durante ocho años hemos tratado de arrebatarles sus
libertades, su presencia en esa posición constituía una amenaza. Nuestro
comandante, general Leonard Wood, ordenó una misión de
reconocimiento.
Se halló que los moros ascendían a 600, contados sus mujeres y
niños, que su cráter se hallaba en la cima de una montaña a unos 730
metros sobre el nivel del mar y era de muy difícil acceso para las
tropas y la artillería cristianas. El general Wood ordenó entonces un
ataque por sorpresa, y él mismo se apersonó en el lugar para cerciorarse
de que su orden se llevara a cabo. Nuestras tropas escalaron las
alturas por senderos tortuosos y difíciles llevando incluso algo de
artillería. No se especifica el tipo de artillería transportada, pero en
determinado lugar hubo de izarse hasta la cima de una pronunciada
pendiente maniobrando desde una distancia de unos cien metros.
Llegados al borde del cráter, comenzó la batalla. Nuestros
soldados eran 540. Los ayudaban tropas auxiliares compuestas de policía
nativa pagada por nosotros, cuyo número no se determina, y una compañía
naval cuyos efectivos tampoco se dan. Al parecer ambos bandos eran
aproximadamente iguales en número --600 hombres de nuestro lado, al
borde de la cavidad; 600 hombres, mujeres y niños en el fondo del
cráter. Profundidad de éste, 17 metros.
Comenzó la batalla --oficialmente se la designa por este nombre--
con nuestras tropas haciendo fuego hacia dentro del cráter mediante
artillería y sus mortales armas cortas de precisión. Los "salvajes"
devolvían el fuego furiosamente, probablemente con hondas --aunque esto
es meramente una suposición mía--, ya que las armas empleadas por los
"salvajes" no se nombran en el cablegrama. Hasta ahora los moros han
empleado machetes y garrotes principalmente, o algunos mosquetones del
mercado, ineficaces cuando disponían de alguno.
El informe oficial dice que en la batalla se luchó con una energía
prodigiosa por ambas partes durante día y medio y terminó con una
victoria completa de las armas americanas. La realidad y la brillantez
de la victoria quedan definidas por los hechos siguientes: de los 600
moros ni uno solo quedó vivo; de los 600 héroes solamente 15 perdieron
la vida.
El general Wood presenciaba y seguía la batalla. Su orden había
sido: "Maten o capturen a esos salvajes". Al parecer, nuestro ejercitejo
consideró que el "o" le autorizaba a matar o capturar según su gusto, y
su gusto seguía siendo el mismo que durante los ocho años anteriores:
el de los carniceros cristianos.
El informe oficial ensalza y engrandece muy apropiadamente el
"heroísmo" y la "galantería" de nuestras tropas, lamenta la pérdida de
los 15 muertos y exagera las heridas de los 32 de nuestros hombres que
recibieran lesiones, describiendo incluso minuciosamente y con fidelidad
su naturaleza en interés de los futuros historiadores de Estados
Unidos: que el codo de uno de los soldados había resultado rozado por un
proyectil (se da el nombre del soldado); otro resultó con la punta de
la nariz rozada por otro proyectil; también se cita su nombre en el
cable --a un dólar cincuenta centavos la palabra.
Los diarios confirmaron el informe del día anterior, nombraron de
nuevo a nuestros 15 muertos y 32 heridos, y una vez más describieron las
heridas adornándolas con los adjetivos apropiados.
Consideremos ahora dos o tres detalles de nuestra historia familiar.
En una de las grandes batallas de la Guerra Civil murieron y fueron
heridos el 10 por ciento de las tropas que combatieron, de ambos bandos.
En Waterloo, donde lucharon 400 mil hombres, cayeron 50 mil entre
muertos y heridos en cinco horas, dejando otros 350 mil sanos y salvos
para futuras aventuras. Hace ocho años, cuando se representó la patética
comedia que se llamó guerra de Cuba, llamamos a filas a 250 mil
hombres. Luchamos una serie de batallas para la galería, y cuando la
guerra concluyó habíamos perdido en el campo de batalla 268 hombres de
los 250 mil, entre muertos y heridos, y exactamente catorce veces más
por galantería de nuestros médicos militares, en hospitales y
campamentos. No exterminamos a los españoles, ni mucho menos. En cada
una de las colisiones matamos o herimos un promedio del 2 por ciento de
las tropas enemigas.
Contrastemos estos datos con las grandes estadísticas que nos han llegado del cráter moro.
Seiscientos soldados entraron en batalla, perdimos 15 hombres en el
campo y tuvimos 32 heridos --contados esa nariz y ese codo.
El enemigo ascendía a 600, contados sus mujeres y sus niños, y los
exterminamos totalmente, sin dejar vivo ni un solo niño para que pudiese
llorar a su madre muerta. Es ésta, sin comparación, la más grande
victoria que jamás lograron los soldados cristianos de los Estados
Unidos.
Así pues, ¿cómo se ha recibido? Las magníficas noticias aparecieron
con espléndidos titulares de ostentación en cada uno de los periódicos
de esta ciudad de 4 013 000 habitantes el viernes por la mañana. Pero ni
una sola referencia a ella hubo en los editoriales de ninguno de esos
periódicos. La noticia volvió a aparecer en todos los periódicos de la
tarde, y de nuevo permanecieron silenciosos en sus editoriales. Por
cuanto he podido averiguar, sólo una persona entre los 80 millones de
estadunidenses se permitió el privilegio de un comentario público en
esta gran ocasión: el presidente de Estados Unidos. Durante todo el
viernes permaneció concentradamente silencioso como todos los demás.
pero el sábado reconoció que su deber le exigía decir algo. He aquí lo
que dijo:
«Washington 10 de marzo de 1906
Wood, Manila:
Felicito a usted y a los oficiales y hombres a sus órdenes por el
brillante hecho de armas en el que usted y ellos tan bien mantuvieron el
honor de la bandera americana.
-Theodore Roosevelt-
Este pronunciamiento es pura convención. Ni una
sola de las palabras escritas salió de su corazón. Sabe perfectamente
bien que acorralar a 600 desgraciados e inermes en un agujero, como
ratas en una trampa, y aniquilarles uno por uno durante día y medio
desde una posición segura en las alturas no constituye ningún hecho de
armas brillante, sino lo que continuamente han venido haciendo durante
ocho años en Filipinas --es decir, deshonrar la bandera estadunidense.
Al otro día, domingo --ayer-- el cable nos trajo noticias
ulteriores, más espléndidas aún: "La lista de muertos asciende ya a 900"
El siguiente titular explica la seguridad de la posición de nuestros
valientes soldados: "Imposible distinguir los hombres de las mujeres en
la feroz batalla de la cima del Monte Dajo".
Los desnudos indígenas estaban tan lejos, allá abajo en el fondo de
la trampa, que nuestros soldados eran incapaces de distinguir los pechos
de una mujer de las rudimentarias tetillas de un hombre --tan lejos que
no podían diferenciar al tambaleante niño del hombre de dos metros de
altura.
"Se luchó durante cuatro días": Así que nuestros soldados estuvieron
dedicados al asunto durante cuatro días y no día y medio. Fue un largo y
feliz picnic sin otra cosa que hacer que sentarse cómodamente y
disparar contra aquellas gentes e imaginar las cartas que se escribirían
luego a la admirada familia y apilar gloria sobre gloria. Aquellos
indígenas que luchaban por su libertad tuvieron también cuatro días,
pero para ellos debió ser un tiempo luctuoso, sin el consuelo de saber
que mientras tanto ellos habían causado la muerte a 15 de sus enemigos y
herido a algunos más en el codo y la nariz.
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